Las mudanzas son una prueba para nuestra nostalgia, una selección natural de lo que debe o no seguir en tu nueva casa. Son una oportunidad de purgar tu armario de esa ropa que en su momento te pareció molona y que se ha quedado más anticuada que el adjetivo que acabo de usar. Son un carrete sin acabar que descubres en esa cámara que tenías olvidada, que llevas a revelar para descubrir una versión más joven de tus amigos, con sonrisas de verano, ignorantes de que la vida les hará más sabios o padres de una preciosa niña. Son la prueba de fuego para esos cuadros que no colgaste y que crees que esta vez tendrán su oportunidad. Son libros que tienen garantizada su supervivencia, que crecen mudanza tras mudanza porque esa es su obligación, aunque en menor número, amenazados por el práctico kindle. Son cajas de pesados comics de superhéroes a la espera de que alguien disfrute de nuevo de esas viñetas, de mangas que tu mujer dice al verlos que son porno oculto entre bocadillos y explosiones, incapaz de convencerla de su error porque con esos dibujos casi ni te lo crees. Son tus viejos móviles Nokia que aún funcionan y guardan en su interior esos mensajes que un día lanzaste y vuelves hoy a leer, sabiendo que fue de ese aperitivo de sábado, de esa cita a ciegas, de esa fiesta que organizaste, de esa persona que un día fuiste tú.
Fotos: un relato corto para un largo verano (2)
16 JulFOTOS (2)
En el ascensor me hizo un breve resumen de mis futuras labores: una puerta que no abría, un cajón suelto y, si podía, un cuadro. El panorama de la tarde del domingo se preveía espantoso; por un segundo me acorde de “La Fuga de Logan” y sus peculiares leyes, y lo útil que me podrían haber sido en mi actual situación.
Llegamos a su piso y sacó el llavero. La edad le obligaba a mirar de cerca las llaves que debía meter en cada cerradura, parecía que las reconociese más por el olor que por la vista. Me ofrecí amablemente a abrir la puerta y ella, no sin mostrar algo de desconfianza, me las entregó. Mientras le preguntaba de dónde era cada una, me llamó la atención el llavero en forma de aguilucho. Tenía los colores güalda y amarillo, acompañados de una bella frase en la que se daba por hecho que la sangre de uno es muy útil para que un pedazo de tierra se haga más grande, y todo eso bajo la mirada aprobatoria de un Dios al que yo desde pequeño, tal vez equivocadamente, le había atribuido un carácter más cercano al pacifismo de John Lennon que a la mala hostia que transmitía dicha frasecilla.
Una vez en el interior de la casa, retrocedí en el tiempo.
Toda la decoración de la casa parecía mantenerse intacta desde 1950. No había nada que recordase que estábamos ya en el año 2000, el único rasgo de modernidad era una vieja televisión con antena de cuernos, que seguramente era en blanco y negro.
El salón de la casa estaba repleto de fotografías, había retratos en los estantes, en la mesa baja que estaba en el centro, en las paredes. Todos parecían conservar los marcos en los cuales se colocaron por primera vez.
Todo estaba en penumbra y la buena señora encendió una lampara. El efecto producido por la combinación de una bombilla de 40W, incapaz de atravesar la oscura pantalla que la rodeaba, y los miles de retratos colocados por toda la habitación, fue fantasmagórico, y no desentonaba nada con el del motel de la señora Bates.
– Bueno, esta es la puerta que se queda atascada- me dijo, mientras me hacía una demostración en vivo, tirando del pomo.
– No se preocupe, veré qué se puede hacer- respondí con una sonrisa estúpida, sabiendo perfectamente que el proyecto podía superarme.
– Pues nada, yo mientras me voy a la salita a oir el parte.
Me dejó en el salón y cerró tras de si una de las tres puertas que daban a la habitación. Al poco rato empecé a oir de fondo la voz de un locutor. Ese fue el único sonido que me acompañó durante toda la tarde.
Decidí ponerme en marcha para acabar lo antes posible, mientras era observado por cientos de ojos impasibles que parecían vigilarme desde sus antiguos marcos.
Me acerqué a la puerta atascada y moví la manivela arriba y abajo, sin saber muy bien qué pasos debía seguir, hasta que decidí abrir la caja de herramientas y sacar el destornillador.
Tardé menos de lo que me imaginaba en desmontar el pomo, y cuando logré abrir la puerta pensé que tampoco era tan difícil. “Prueba conseguida”, me dije lleno de orgullo. Cuando todavía seguía embriagado por los efluvios del éxito, me percaté de que el problema vendría a la hora de lograr que la puerta se pudiese volver a cerrar.
Mientras sujetaba en mis manos la manilla desmontada, me fijé en una de las muchas fotos que tenía al lado de televisor. Era una foto de una mujer con un apuesto caballero vestidos de época, ambos montados a caballo, sonriendo al fotógrafo que les acababa de inmortalizar. Todo el ambiente que les rodeaba daba a entender que formaban parte de la burguesía adinerada. Me fijé en la foto que estaba a la izquierda. En ella, la misma pareja estaba apoyada en un coche antiguo, brindando con las copas en dirección a la cámara. El aspecto de ambos era especialmente elegante. Por lo que parecía, la señora Asunción había tenido un pasado aristocrático y en la actualidad sólo le quedaban viejos recuerdos enmarcados. Me seguí fijando en las otras fotos que rodeaban al televisor; en algunas había gente en lo que parecía una fiesta en el campo, no localicé ni al apuesto joven ni a la elegante dama, pero sí que se notaba que en esa época, la familia de él o de ella no tenía problemas económicos demasiado serios.
Cuando terminé de mirar las fotos que tenía al lado, consulté la hora y vi que tenía que acelerar mi trabajo si no quería pernoctar allí. Atornillé de nuevo todas las partes y me quedé bastante tranquilo cuando vi que no me sobraba ninguna pieza y el pomo se movía. Cerré la puerta para probar si el éxito era total. Al cuarto intento, la puerta se cerró y se abrió con facilidad. No sabía qué había hecho, pero lo había hecho bien.
Disfruté unos segundos de un merecido descanso y comprobé de nuevo que todo estaba bien antes de avisar a la dueña.
– ¿ Ya funciona mi puerta?
– Sí, eso parece- le dije mientras me frotaba la manos esperando sus vítores y alabanzas.
– Pues nada, este es el cajón que no va tampoco demasiado bien.
Me quedé con cara de tonto. Después de todo mi esfuerzo, mi sudor, mis lágrimas, la muy bruja pasaba de agradecerme mi trabajo, vieja ingrata.
– Vale- respondí refunfuñando.
– Me encantaría ofrecerte algo, pero tengo la nevera tiritando, ya sabes hijo, la pensión de una anciana no da para más.
Desapareció de nuevo por la puerta y yo levanté mi dedo corazón en señal de agradecimiento.
– Bruja- susurré para mí.
Miré el cajón con cara de odio, como si su existencia fuese la culpable de mi asqueroso domingo. Observé una serie de fotos que había sobre la mesa del salón. Se mantenía el aire de lujo de las colocadas al lado de televisor. Una montería, una foto en la plaza de toros de Las Ventas, la salida de misa con lujosos trajes. ¿Qué demonios había pasado en el espacio de tiempo que había transcurrido desde esas fotos hasta la actualidad? Las caras reflejaban una alegría desbordante, la pareja era diferente, o a mí me lo parecía. Aunque la época fuera más o menos la misma, ¿serían parte de su familia?, ¿cuál de las dos parejas era la que correspondía a la señora Asunción? Ambas mujeres eran lo que en aquella época debía considerarse atractivas, y trataba de buscar a cuál de las dos caras se parecía más. Decidí que la pareja de la televisión era la correcta.
Fotos: un relato corto para un largo verano (1)
12 JulPrólogo
Hace tiempo que escribí algo que llegué a considerar un libro («Cuando 6 semanas son 3 días» se titulaba), eran otros tiempos y pensaba que tal vez llegaría algún día a publicarlo aunque la calidad ahora del mismo pueda ser más que dudosa (cosas de juventud y eso).
Los tiempos cambian y ya han pasado 12 años desde entonces pero aún así, creo que hay pedacitos que bien pueden valer como un relato corto para que podáis leer cuando tengáis un hueco (y por supuesto si os apetece) en este verano que nos acompaña.
Por otro lado, he decidido dividirlo en partes para que no os pasáis 10 minutos pegados a la pantalla y si os gusta pues mejor que mejor. Al final lo publicaré todo del tirón por si hay algún osado que le apetezca dejarse los ojillos en el blog (después prometo devolvérselos).
Ahora sólo espero que os guste y que perdonéis los posibles errores a ese tipo que un día soñó que la gente leería cosas escritas por él.
FOTOS (1)
Es de esas cosas que siempre he odiado hacer. Era un domingo por la tarde y me pillaron con la guardia baja, recién levantado de mi siesta de recuperación del fin de semana.
Mi madre me pidió/exigió, primero con palabras amables para pasar después a un tono más amenazante, que le echara una mano a una vecina de esas que sólo saludas cuando no tienes más remedio, y que además al cabo de unos cuantos años de cruces fortuitos en el ascensor, acabas catalogando de bruja cuando eres pequeño y de vieja bruja cuando eres un poquito más mayor. Yo protesté y traté de lanzarle el muerto a mi hermano -mucho más sociable que yo-, pero coincidió que en esos momentos él no estaba en casa, y seguramente tampoco por los alrededores de Madrid (había huído seguro).
Cuando mis excusas empezaban a tomar más consistencia, sonó el timbre de la puerta. Mi madre me miró con esa cara de odio que sólo saben poner las madres a sus hijos rebeldes, y abrió la puerta.
– Hola, buenas tardes- dijo mi madre.
– …
Alguien hablaba con mi madre, pero yo no le oía.
– Por supuesto, no es ningún problema.
– …
La puerta se abrió del todo y me temí lo peor.
Ante mí apareció la imagen de mi vecina, sonriendo con mirada de gratitud. Me acababan de hacer la cama y ya no había escapatoria posible. Yo le sonreí con cara bobalicona y me quedé clavado en el pasillo. Mi madre me hizo gestos con la mano para que me acercase.
– Le estaba diciendo a la señora Asunción que tú le echarías una mano…
Traicionado por mi sangre.
– …porque como tu hermano ha salido tan pronto…
Huído, se dice huído.
– …te has ofrecido tú, aunque un poquito menos mañoso.
Encima me humilla.
– No importa, Merche, lo que importa es la intención, y sus hijos son muy amables por echarme una mano. Despues dicen de la juventud.
Si la buena señora supiese las ganas que tenía yo de echarle una mano, seguramente cambiaría el final de su frase por el de “ìqué vergüenza de juventud, ya no es como la de antes”, bla, bla bla…, topicazo que ya le había escuchado otras veces cuando no había un favor de por medio.
Abandoné mi hogar, dulce hogar, acompañado de mi vecina y de una caja de herramientas de la cual lo único que sabía era su ubicación en mi casa, porque aunque me costase reconocerlo, el manitas seguía siendo mi hermano.