Prólogo
Hace tiempo que escribí algo que llegué a considerar un libro («Cuando 6 semanas son 3 días» se titulaba), eran otros tiempos y pensaba que tal vez llegaría algún día a publicarlo aunque la calidad ahora del mismo pueda ser más que dudosa (cosas de juventud y eso).
Los tiempos cambian y ya han pasado 12 años desde entonces pero aún así, creo que hay pedacitos que bien pueden valer como un relato corto para que podáis leer cuando tengáis un hueco (y por supuesto si os apetece) en este verano que nos acompaña.
Por otro lado, he decidido dividirlo en partes para que no os pasáis 10 minutos pegados a la pantalla y si os gusta pues mejor que mejor. Al final lo publicaré todo del tirón por si hay algún osado que le apetezca dejarse los ojillos en el blog (después prometo devolvérselos).
Ahora sólo espero que os guste y que perdonéis los posibles errores a ese tipo que un día soñó que la gente leería cosas escritas por él.
FOTOS (1)
Es de esas cosas que siempre he odiado hacer. Era un domingo por la tarde y me pillaron con la guardia baja, recién levantado de mi siesta de recuperación del fin de semana.
Mi madre me pidió/exigió, primero con palabras amables para pasar después a un tono más amenazante, que le echara una mano a una vecina de esas que sólo saludas cuando no tienes más remedio, y que además al cabo de unos cuantos años de cruces fortuitos en el ascensor, acabas catalogando de bruja cuando eres pequeño y de vieja bruja cuando eres un poquito más mayor. Yo protesté y traté de lanzarle el muerto a mi hermano -mucho más sociable que yo-, pero coincidió que en esos momentos él no estaba en casa, y seguramente tampoco por los alrededores de Madrid (había huído seguro).
Cuando mis excusas empezaban a tomar más consistencia, sonó el timbre de la puerta. Mi madre me miró con esa cara de odio que sólo saben poner las madres a sus hijos rebeldes, y abrió la puerta.
– Hola, buenas tardes- dijo mi madre.
– …
Alguien hablaba con mi madre, pero yo no le oía.
– Por supuesto, no es ningún problema.
– …
La puerta se abrió del todo y me temí lo peor.
Ante mí apareció la imagen de mi vecina, sonriendo con mirada de gratitud. Me acababan de hacer la cama y ya no había escapatoria posible. Yo le sonreí con cara bobalicona y me quedé clavado en el pasillo. Mi madre me hizo gestos con la mano para que me acercase.
– Le estaba diciendo a la señora Asunción que tú le echarías una mano…
Traicionado por mi sangre.
– …porque como tu hermano ha salido tan pronto…
Huído, se dice huído.
– …te has ofrecido tú, aunque un poquito menos mañoso.
Encima me humilla.
– No importa, Merche, lo que importa es la intención, y sus hijos son muy amables por echarme una mano. Despues dicen de la juventud.
Si la buena señora supiese las ganas que tenía yo de echarle una mano, seguramente cambiaría el final de su frase por el de “ìqué vergüenza de juventud, ya no es como la de antes”, bla, bla bla…, topicazo que ya le había escuchado otras veces cuando no había un favor de por medio.
Abandoné mi hogar, dulce hogar, acompañado de mi vecina y de una caja de herramientas de la cual lo único que sabía era su ubicación en mi casa, porque aunque me costase reconocerlo, el manitas seguía siendo mi hermano.