Todo empezó hace meses, un «te amo» en forma de pintada en la pared en el supuesto portal de la casa de ella. No era especialmente bonita pero el mensaje era directo, una declaración de amor que afeaba la pared pero que seguro que alegraba a la persona a la que iba dirigido.
Y con una promesa que el tiempo demostró falsa.
Ella se llamaba Lourdes.
Él, Mateo.
La historia podría (y debería) haber quedado en eso, una demostración callejera de afecto que el tiempo o la eficacia municipal podría haber hecho desaparecer, pero no fue así.
Con un spray de otro color, como queriendo demostrar un cambio radical en sus sentimientos, Mateo decidió que igual que había expresado su afecto, su odio también quería compartirlo y Lourdes pasó de ser envidiada por los vecinos a ser insultada por la persona que un día gasto sus ahorros y su tiempo en declararle su amor. Una pintada más clara apareció y otra más oscura sobre la primera, ambas feas, terribles y dolorosas.
Más adelante volvió el color morado, parecía que la historia continuaba pero no en la dirección que todos esperábamos.
El color rojo volvió y lo afeó todo de nuevo, y lo que ayer era promesa se volvió horrible contradicción, con gruesa ironía para la madre de ella.
Y las pintadas pararon. O eso parecía.
Un sábado el barrio amaneció con su peor cara: amenazas, nuevos insultos, nuevos insultados y Lourdes que lo tendría que ver cada día al salir de casa.
Y Mateo consiguió rebajar a nada «te quiero mucho», intercalando mensajes opuestos en cada espacio que encontró que al final se resumían en una terrible ecuación.
Hay historias de amor que nunca deberían ser contadas.
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