Principios de los noventa, un autobús lleno de testosterona y jugadores de rugby viaja rumbo a San Sebastián. Una vez allí, mis mayores preocupaciones serían jugar frente a la UPV en el miniestadio de Anoeta, plantar cara a unos tipos nacidos en la línea de 22, aguantar un tercer tiempo que duró varios partidos, bailar el siqui-sumba (a que no te quitas eso, a que no, no te lo quitas) delante del equipo femenino sin provocar demasiadas risas, acabarme un katxi de un trago o beber en el intento y conseguir unos vaqueros de repuesto para sustituir a los que había roto jugando al rugby en la Concha.
Pasan los años y nos plantamos a comienzos del siglo XXI. Un joven creativo vuelve a Donosti a disfrutar del que será su primer festival de publicidad. Un viaje con todos los gastos pagados, el ego en su punto álgido, reencuentros de facultad, campañas premiadas que no recuerdo, pájaros en la cabeza, restaurantes y sidrerías, cena en el María Cristina y una pieza a concurso que no merece la pena pero que es el billete de ida a una barra libre de pintxos, zuritos, copas y gastos que justificar. Habría otros festivales allí pero nunca igualaron al primero, es lo que tiene hacerse mayor en el mundo de la publicidad.
Y hoy vuelvo, en un viaje en la que para mi es la mejor compañía posible, a la misma ciudad pero con otros ojos. Saliendo con 40 y volviendo un año más viejo y tal vez un poco más sabio o menos tonto, a disfrutar de un paseo por la parte vieja esperando que al doblar una esquina, me encuentre con los tipos que algún día fui y decirles que al final no lo hicimos tan mal, mirarán a mi mujer y sonreirán.